¿Para qué sirve realmente la ética?

En este libro (Paidós, 2013) la catedrática de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Valencia responde a la pregunta ¿Para que sirve realmente la ética? Voy a intentar sintetizar la contestación que comparte en sus páginas. La ética consiste en conjugar justicia y felicidad. La felicidad es una cuestión muy personal que cada uno rellena según sus valores individuales (la autora en otras obras se refiere a este horizonte como ética de máximos), pero sin embargo las personas, al ser entidades vinculadas, requerimos unos mínimos económicos, sociales y políticos para poder articular una vida digna de ser vivida (la denominada ética de mínimos). Resulta fácil elucidar por tanto que la felicidad articula la idea de vivir, y la justicia la de convivir. Podríamos decir que la ética es una travesía que intenta cruzar, a través del ejercicio deliberativo y de la conciencia de interdependencia con los demás, del «yo prefiero esto» a «nosotros queremos esto porque es lo justo». La ética como reflexión incorpora al otro en las deliberaciones y sus consecuentes decisiones, tiene en cuenta el impacto de nuestras acciones en los demás, ve al otro en función del modelo de sujeto que se da a sí mismo.

 

La solución a los males que asolan la vida necesita indefectiblemente la participación de la ética en el paisaje político que es la vida en común. Sólo lograremos un mundo más equitativo y por lo tanto más hospitalario si vemos en los demás una prolongación de nosotros mismos, si en nuestras valoraciones introducimos al otro en tanto que el otro me afecta y le afecto, si emponderamos a las personas en vez de empobrecerlas tanto en el acceso a recursos como en la adquisición de autonomía. Estas visiones se alcanzan desde una conducta empática, humanista, de ver en el otro un fin en sí mismo y no un medio con el que optimizar el lucro, en fomentar la predisposición a cooperar y cuidar al otro en vez de depredarlo, en acompañar al saber técnico de un marco de fines que enaltezcan nuestra condición de seres humanos, de educar para formar ciudadanos críticos y cabales en vez de sujetos exclusivamente competitivos para obtener empleabilidad en el mercado laboral. Este mapa es el territorio de la ética. Una reflexión sobre qué es lo que más nos conviene a todos, no a mí, ni a mis intereses económicos, ni a mi lucro privado, ni a mis deseos más personales. A todos. A ti, a mí y al resto.

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Ayudar a los demás pensándolos bien

La escritora y pedagoga Nora Rodríguez recuerda en su ensayo Educar para la paz algo rotundamente medular en la experiencia humana. A pesar de su condición extraordinaria, rara vez es ensalzado como se merece: «Pocas veces o nunca se tiene en cuenta que, desde edades muy tempranas, a los seres humanos nos hace increíblemente felices ayudar a los otros».  No solo eso, encontramos mucha más delectación en dar ayuda que en recibirla, porque en el mundo de los afectos lo que se da no se pierde ni se desintegra en la nada, si no que retorna multiplicado mágicamente. No hay noticia más plausible y más enorgullecedora para cualquier persona que saber que los seres humanos encontramos profundas y voluminosas gratificaciones sentimentales inclinándonos a ayudar a los demás a construir bienestar en sus vidas. Es un hallazgo tan esencial que todos los días deberíamos repetírnoslo como un salmo. Por supuesto, después de enunciarlo con orgullo antropológico tendríamos que intentar practicarlo, interiorizarlo y domesticarlo en la sensibilidad y aprenderlo en la cognición. Es una obviedad aristotélica, pero aquello que consiste en hacer solo se aprende haciéndolo. La autora de Educar para la paz explica a lo largo de las páginas de la obra que el cerebro es un órgano que desarrolla sus estructuras a través de interacciones con las alteridades. Cita al neurocientífico Jonh Cacioppo para subrayar que «los seres humanos crecemos, aprendemos y nos desarrollamos en grupo». A Francisco Mora le he leído y escuchado insistir una y otra vez en que si queremos ser excelentes en una tarea, es nuclear que nos juntemos con aquellos que ya son excelentes en esa tarea. Aprendemos haciendo e imitando lo que hacen aquellos que son significativos para nosotros. Esta contaminación ambiental no solo es emancipadora, también puede tomar la dirección contraria y devenir en peligrosamente jibarizadora, posibilidad que debería animarnos al fomento de la reflexión y el discernimiento. A los padres que les preocupan las notas de sus hijos, José Antonio Marina les advierte que entonces se preocupen por las notas de los amigos de sus hijos. A pesar de que paradójicamente, como afirmaba el añorado Vicente Verdú, «el individualismo se ha convertido en un fenómeno de masas», el sentido de la experiencia humana se condensa y se experimenta en nuestra condición de existencias al unísono. No somos existencias insulares, tampoco colindantes, ni muchos menos adosadas. Somos existencias corales.

Es fácil sintetizar toda esta peculiaridad de la socialidad humana afirmando coloquial y aforísticamente que lo que más nos gusta a las personas es estar con personas. Las estadísticas sobre hábitos de ocio señalan reiteradamente que la actividad más apetecible para los entrevistados en su tiempo no retribuido es quedar con los amigos. Es puro activismo de la amistad. Existe un término muy bonito para definir esta práctica tan profundamente arraigada en el rebaño de hombres y mujeres. Cuando quedamos con alguien y nos encontramos y nos intervenimos recíprocamente sobre los afectos a través de tiempo y actividad compartidos, estamos experimentando la confraternidad. Festejamos mutuamente nuestra filiación humana, y al festejarla el individuo que somos (y somos individuo porque somos indivisibles) se va singularizando. La individuación, que no el individualismo,  solo es posible gracias a la interacción con el otro que facilita que el sujeto que somos se singularice. Los filósofos griegos vislumbraron esta interdependencia y entendieron pronto que para ser persona era indefectible ser antes ciudadano. La progresiva y escandalizable disipación de lo común en nuestros imaginarios hace que esta afirmación resulte cada vez más ininteligible. Es tremendamente paradójico que solo podamos subjetivarnos gracias a que no estamos solos. La presencia del otro me hace ser yo, la presencia del otro me impide ser nadie. Casi siempre se relee esta presencia en forma negativa. Ahí está el célebre apotegma de Sarte apuntando que el infierno son los otros. Es sencillo argüir que el infierno es una vida en la que no hay otros. Cito de memoria, y por tanto seré inexacto, pero recuerdo que Verdú definía la felicidad como esa sustancia que se cuela entre dos personas cuando interactúan afectuosamente entre ellas. La felicidad no es un estado, no crece en la yerma soledad, sino que brota en el dinamismo compartido.

Justo mientras bosquejo este texto escucho en la radio una entrevista a Laura Martínez Calderón. Después de recorrer junto a Aitor Eginitz durante diez años el planeta Tierra en bicicleta, ha literaturizado la experiencia de los tres primeros años, centrados en Asia, China, Asia Central, Irán y África, en un libro titulado El mundo es mi casa. La autora comenta que de su nomadismo planetario le han llamado la atención sobre todo dos cosas. La primera es la cantidad de gente buena que hay por todos lados. La segunda es advertir la ideas absolutamente absurdas y prejuiciosas que tenemos sobre las personas que habitan en lugares remotos y culturalmente disímiles (y el sinsentido y aversión que la expeditiva aporofobia acrecienta si además sus poblaciones son pobres, añado yo). No es peregrino recordar aquí que somos ocho mil millones de habitantes en el planeta Tierra y, a pesar de la hiperconexión que permite el mundo pantallizado, el número de vínculos sólidos que mantenemos con los demás por muy elevado que sea siempre rozará el patetismo en comparación con semejante y apabullante guarismo demográfico.

Recuerdo una exposición científica a la que acudí hace unos años. Uno de los espacios trataba de mostrar con clarividencia nuestra visión prejuiciada y estereotipada de los demás. Se habían colocado dos pantallas digitales frente a frente en mitad de un diáfano y angosto pasillo. En una de las pantallas se emitía la grabación en video de un chico madrileño vertiendo opiniones de Bogotá y sus habitantes. En la pantalla de en frente, un chico bogotano discurseaba sobre la idiosincrasia de Madrid y los madrileños. Lo estrecho del pasillo hacía que ambas imágenes y sus voces chocaran en el espacio de tránsito, pero simbolizaba perfectamente la estrechez de miras de los interlocutores. Todo lo que argumentaban ambos sujetos asomaba contaminado de tópicos y prejuicios sobreconstruidos a través de la mediación de un lenguaje nacido de la propaganda, la infobesidad, el monocultivo de clichés prefabricados, la anorexia discursiva y nominativa que supone el hablar por hablar, puro consumismo lingüístico que propende a la banalización y la fruslería.

La idea basal del experimento interpelaba a la autocrítica y al cuestionamiento de nuestra hermeneútica. Si alguien de otro lugar afirma semejantes frivolidades y superficialidades de nosotros, es más que probable que a nosotros nos ocurra lo mismo, que empleemos prácticas discursivas análogas cuando hablamos de lugares y personas de los que no tenemos conocimiento suficiente como para construir una opinión y menos aún para ponerla a circular por el espacio público. Nos relacionamos con la otredad tanto próxima como distal desde la abstracción que permite el lenguaje. Por eso es tan sustancial ser cuidadosos con lo que decimos, nos decimos, nos dicen y decimos que nos han dicho. Nos relacionamos con el otro a través de prácticas lingüísticas. Muchas de esas prácticas nos llegan mediadas políticamente por intereses velados y contrarreflexivos. Admitir la propia ignorancia, o la presencia antioxidante de la duda, es fundamental para que nadie nos la mezcle con miedo y logre que nuestros sentimientos destilen odio al que no conocemos de nada. Ayudamos al otro cuando nos cuestionamos y reflexionamos críticamente sobre el acto del lenguaje con el que lo construirmos y lo pensamos. Es una forma inteligente de autosalvaguardia. Instauramos una lógica para que ese otro se interpele cuando nos construya y nos piense a nosotros. Y hable o calle en función del resultado.

José Miguel Valle.  Escritor y filósofo

Foto portada: Fotografía de Serge Najjar

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La máscara en que vives: ¿Cómo educar en una masculinidad más sana?

«La máscara en que vives» es un documental que puedes ver en Netflix, y que muestra otra perspectiva que nos permite entender las causas de las actitudes y comportamientos de los hombres en relación a las mujeres; que hoy están siendo cuestionados por movimientos feministas en nuestro país. ¿Cómo se educa a los hombres, desde que nacen? ¿Cuál es nuestra responsabilidad como padres para preparar a nuestros hijos para desarrollar relaciones más sanas con las mujeres? ¿Cómo se puede resignificar el concepto de masculinidad?

Uno de los temas centrales del documental es el rol de las emociones en los comportamientos masculinos. La máscara que oculta las emociones de muchos niños y adolescentes es la agresividad, el impulso sexual incontrolable, la fuerza, el no llorar, el estoicismo, el poder. Crecen creyendo que otro tipo de emociones como la empatía, la tristeza, la ansiedad, la angustia, el miedo…son señales de debilidad y propias del sexo opuesto. Si para ellos la consigna es reprimir su vulnerabilidad, ¿no será la raíz de la discriminación y los abusos contra las mujeres?

Ver este conflicto cultural desde esta perspectiva no significa victimizar a los hombres como presos de su educación, sino que puede ser una reflexión que nos lleve a los padres a repensar la forma en que estamos educando a nuestros hijos hombres, qué mensajes implícitos enviamos cada día y cómo podemos cambiarlos.

Los niños, necesitan saber que sus emociones son aceptables, normales, porque todos los seres humanos las sentimos, y existen maneras adecuadas de expresarlas. Ayudarlos en los momentos de dolor o soledad, y permitirles llorar en tus brazos cada vez que sea necesario.

Hoy día existe más conciencia del rol de las emociones en el comportamiento humano. A partir de la popularización del concepto de inteligencia emocional, más hombres han incorporado la idea de que las emociones son necesarias para un buen desempeño. Pero aún falta llevar estas ideas al ámbito familiar, como que esto de las emociones puede ser útil en el trabajo, pero cuesta integrarlo como una característica humana, compartida por mujeres y hombres.

Algunas ideas prácticas para incorporar la educación emocional en nuestros hijos:

1. Reconocer sentimientos. Poner atención a los signos no explícitos de sus comportamientos. Como por ejemplo, actitudes agresivas que pueden ocultar un miedo; ojos brillantes que pueden esconder tristeza y ganas de llorar; comentarios machistas que en realidad surgen de la inseguridad, etc.

2. Hablar de estos sentimientos.

3. Valorar explícitamente las muestras de empatía y sensibilidad y conductas que se pueden considerar femeninas. (tareas domésticas, cuidar a los hermanos, etc.)

Si estamos de acuerdo con que debe haber mayor igualdad de género, menos machismo en comentarios y actitudes y menos abusos de poder, no sacamos nada con instaurar protocolos y regulaciones si no se trabaja en dónde se forma la cultura, que es en los hogares.

Alejandra Ibieta I, 

de AMA Consultora Parental

Articulo extraido de www.talleresama.cl

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Libérate del perfeccionismo

Si crees que no eres perfeccionista, porque te consideras un desastre, que no te resultan las cosas como quieres o te sientes frustrada cuando miras para el lado,  sigue leyendo. Puede que te sientas así precisamente porque estás atrapada en la trampa del perfeccionismo.

Me encanta la canción de Bruno Mars “Just the way you are” (Tal como eres), especialmente la estrofa que dice: “Tu sabes que nunca te pediría que cambies. Si estás buscando la perfección, entonces quédate cómo estás.” Hoy la tengo como ring tone en mi teléfono porque me recuerda, por una parte que soy suficiente, y por otra, que mis hijos, mi marido y todas las personas a las que amo, también lo son.

Tengo más de alguna historia con el perfeccionismo. La maternidad es una de ellas. Siendo Coach y Educadora Parental al mismo tiempo que madre de siete hijos, es difícil sacarse la etiqueta de madre perfecta, o “seca”, como muchas clientas me dicen. Y yo sé, por dentro, que estoy lejos de las expectativas de la gente. Todos los días podría hacer una larga lista de errores y de inconsecuencias en la relación con mis hijos. Muchas veces, en Coaching o haciendo algún taller, me maravillo de las capacidades y habilidades de madres estupendas, y al mismo tiempo dudo de mí y me digo “iCómo yo puedo estar enseñándoles algo que no soy capaz de hacer consistentemente en mi propia vida!” Esa es la voz de mi crítico más feroz: yo misma. Pero ahora tengo otra voz dentro mío, que me dice: «no te preocupes, sigue adelante, lo que haces ayuda a muchas personas y como mamá estás genial, estás dando tu mejor esfuerzo».

El perfeccionismo tiene que ver, ante todo, con cuánto nos valoramos y nos queremos incondicionalmente. Por eso, normalmente, nuestras historias de perfeccionismo tienen origen en experiencias tempranas. Nuestro anhelo más profundo como seres humanos es ser aceptados incondicionalmente, pertenecer y sabernos valiosos. El perfeccionismo es la falsa “… creencia de que si nuestra vida es perfecta, si parecemos perfectos y si actuamos perfectamente, podemos minimizar o evitar el dolor, los reproches, la crítica y la vergüenza…es un escudo de veinte toneladas que acarreamos creyendo que nos protegerá, cuando en realidad, es LO que está, de hecho, previniendo una vida auténtica. (Bréne Brown, Los Dones de la Imperfección)

Por eso, lo opuesto del perfeccionismo no es la imperfección, el error, la falta de responsabilidad, el desorden, etc. Lo opuesto a perfeccionismo es la autenticidad, la capacidad de mostrarnos tal cual somos, nuestra originalidad, desde una posición: soy suficiente, soy digno de ser amado y me puedo equivocar mil veces, pero eso no cambia cuánto valgo. Por este motivo, para liberarnos del perfeccionismo y vivir una vida más auténtica necesitamos de los demás.

Más que relacionarse con cuán bien hacemos las cosas, se refiere a las intenciones con que las hacemos o porque las hacemos. La intención del perfeccionismo es cumplir las expectativas de otros por el miedo al rechazo. Aquí está la trampa: nuestro mayor deseo como seres humanos es ser aceptados y pertenecer, por temor a no alcanzarlo aparentamos cosas que no somos, al tratar de encajar de esa manera nunca nos sentimos realmente satisfechos porque, obviamnete, la aprobación externa es aparente. “No saben quien soy en realidad.”

¿Qué gatilla en nosotros el perfeccionismo?

Como causas ambientales o externas podemos señalar tres ilusiones de la cultura occidental contemporánea:

1. Creemos que podemos TENER todo.

En el mundo occidental la libertad es un valor fundamental, y el ejercicio de la libertad se realiza en nuestra capacidad de decidir. En una sociedad de consumo pensamos que mientras más opciones tengamos mejores serán nuestras decisiones y mayor es nuestra libertad.

¿Conocen personas que no son capaces decidir sin antes ver toooooodas las opciones?

Al parecer hay un punto en que tantas opciones nos paralizan y algo aún peor, cuando elegimos, al poco tiempo nos sentimos insatisfechos por haber dejado de lado cientos de alternativas. Hay personas que se compran el iphone 10 y cuando a los dos meses sale el 11, sienten que el suyo ya está obsoleto. Conozco a una persona que cuando se compra una blusa o zapatos o cualquier cosa, se lleva uno de cada color, porque no puede decidir sin sentir que su elección no es la mejor.

“Saber cuando algo es suficientemente bueno requiere conocerse a uno mismo y tener claro lo que es realmente importante.” (Barry Schwartz, La Paradoja de la Decisión)

¿Cómo lograr la satisfacción con las propias decisiones?

¿Cuándo algo es suficiente?

2. Creemos que podemos HACER todo. 

Para las mujeres se hace aún más difícil por los estereotipos que nos rodean. Tenemos que ser buenas madres, hijas, esposas, dueñas de casa, profesionales, mantenernos bien físicamente, y nunca mostrar nuestro cansancio. Esto lleva, a veces, a un desquiciamiento total, que nos hace correr todo el día sin parar, pasándonos a llevar. Somos el último lugar en nuestra lista de prioridades y dejamos de lado nuestro autocuidado.

El perfeccionismo nos lleva a perder los límites entre lo que somos y las expectativas de otros. Un requisito fundamental para liberarse de esta trampa es aprender a poner límites.Hasta aquí llego. Nosotras no tenemos la obligación de resolverle los problemas a otros, ni asumir responsabilidades ajenas, ni anticipar los deseos de otros. Y si alguien se enoja con nuestras decisiones, está bien. Es imposible complacer a todo el mundo.

Es imprescindible reconectarnos con nuestros sentimientos y deseos para decir que no.

Un buen paso para empezar es analizar cuánto tiempo le dedicamos a cada cosa que hacemos, y revisar qué es lo más importante En nuestra vida. Luego contrarrestar: ¿cuánto tiempo le dedico a mis verdaderas prioridades? ¿Estoy malgastando mi energía en cosas que en realidad no son las que más me motivan?

3. Creemos que podemos CONTROLAR todo.

No toleramos la incertidumbre. Existen estudios acerca de esto. En nuestra mente creemos que manejamos muchas más variables de lo que en realidad podemos, y los cambios o resultados inesperados nos generan una inmensa frustración e insatisfacción con la propia vida. Aceptar la incertidumbre es muestra de sabiduría, a veces, nos damos cuenta de ello muy tarde en la vida.

Gilda Radner, actriz, escribió antes de morir cáncer: “ Quería el final perfecto. Ahora lo he aprendido, de la manera más dura, que algunos poemas no riman y algunas historias no tienen  un claro comienzo, intermedio ni final. La vida se trata de no saber, aprovechar los momentos y hacerlo lo mejor posible, sin saber lo que pasará después. Deliciosa ambigüedad.” 

Otros gatillantes del perfeccionismo son internos, y normalmente tienen su origen en la infancia o la adolescencia gracias a experiencias dolorosas con el amor que nos hacen dudar de nuestra capacidad de ser amados. Una de las razones es que tradicionalmente se ha entendido la educación como corrección, y el método de la corrección es la crítica. La crítica permanente nos lleva a tener una visión negativa de nosotros mismos. No nos damos cuenta que poco a poco empezamos a sentir vergüenza de lo que somos.

Es algo que todos experimentamos alguna vez. A veces pensamos que la vergüenza es algo que sucede a personas que han sufrido traumas, la verdad es que todas esas historias de dolor en la niñez o adolescencia o en la adultez son pequeños traumas.

Imagina una situación de mucha vergüenza que hayas vivido alguna vez.

¿Qué sentiste y cómo se manifestó en tu cuerpo?

¿Cómo actuaste?

La vergüenza es un sentimiento de la familia del miedo y se manifiesta con síntomas de dolor. Produce el mismo estrés, hormonas y respuestas fisiológicas que cuando sentimos un dolor físico. Frecuentemente las personas responden a la vergüenza arrancando o escondiéndose, complaciendo al crítico o atacando y avergonzando a otro.

Todas estas acciones exacerban la vergüenza porque son movimientos que buscan evitar sentir y la fuerza de la vergüenza descansa en el secreto y en la negación. Creemos que haciendo todo lo posible para que aquello que nos da vergüenza no se sepa, estaremos bien, sin embargo, queda dentro el dolor y sobre todo la sensación de soledad porque pensamos que nadie soportaría nuestros secretos.

¿Cómo romper el círculo?

Primero: reconocer los síntomas físicos y el dolor emocional. Así cuando tengas un ataque de vergüenza lo primero es decir «Sí, siento vergüenza». Reconocer los mensajes y expectativas que provocaron en ti la vergüenza. Tu hijo te dijo que te odiaba y que eras una amargada. Enfrenta tu dolor. Te duele porque te recuerda que estás repitiendo un patrón de comunicación que quieres evitar.

Segundo: pensar en forma crítica. Somete estos pensamientos a una evaluación de contraste con la realidad. Soy un desastre, me olvidé completamente de la reunión del colegio. ¿Soy realmente un desastre? ¿Voy a dejar que esto me defina como mamá? ¿Soy la única persona en el mundo que ha olvidado una reunión alguna vez?

Tercero: encontrar a alguien con quien hablar de tu vergüenza, alguien que tenga el derecho a escuchar tu historia. No necesitamos el amor incondicional ni la aceptación de todo el mundo, sólo de aquellos que son nuestros más cercanos. Contar tu historia permitirá que te hagas dueña de ella y no que la vergüenza te domine a ti.

Las comparaciones también son una fuente de nuestro perfeccionismo.

La razón de por qué el perfeccionismo no tiene nada que ver con la superación personal es porque normalmente nos comparamos con iguales. De ahí el dicho el pasto del vecino siempre es más verde. Nuestro objetivo es destacar, pero no desencajar del grupo. Se castiga la originalidad y esto paraliza nuestra creatividad. Y qué tenemos a nuestro alrededor: uniformidad, casas todas iguales, hijos que estudian todos lo mismo, veraneamos en los mismos balnearios, vamos a los mismos restaurantes, etc.

Las comparaciones llevan a la competencia y la competencia nos hace esforzarnos lo necesario para ganar una carrera, nada más.

En cambio cuando ponemos nuestra mirada en personas que no son nuestros vecino, que inspiran, nos conectamos con nuestros ideales. Al inspirarnos somos más creativos, vamos buscando las formas de expresarnos de manera original. Otra forma de inspirarse es pensar en tus sueños de infancia o de adolescencia, ¿dónde quedaron?, ¿cómo se han ido cumpliendo o quedando en el camino?

Las comparaciones son fuente de amargura, la inspiración es fuente  de gozo y gratitud

Al hacernos más resilientes a la vergüenza y dejar de darle tanto valor a lo que piensan los demás y a las comparaciones nos volvemos personas más auténticas. Pero no se trata de que no nos importe nada ni de andar diciendo todo lo que pensamos, aunque a otros les duela. porque para ser auténticos necesitamos establecer vínculos afectivos sanos y satisfactorios. Para tener el valor de mostrarnos imperfectas, establecer límites y permitirnos ser vulnerables, debemos experimentar la aceptación y amor incondicional. No es fácil entregarse al amor sin resguardos, mostrando nuestro ser vulnerable, pero es la única manera de creer que somos suficientes.

La neurociencia está comprobando que estamos hechos para conectar. Nuestro cerebro está lleno de neuronas espejo que de forma innata nos permiten entender el estado mental de otras personas. A, su vez, esto permite algo que se llama la resonancia límbica. Se produce entre la madre y su guagua que sincronizan en armonía sus latidos, su angustia, su paz. Este tipo de conexión profunda, satisfactoria y de bienestar, no es posible cuando somos perfeccionistas. Encajar no es lo mismo que conectar. Cuando conectamos con otro, sentimos que pertenecemos. Cuando encajamos sentimos que no pertenecemos y estamos fingiendo que sí.

No necesitamos a muchas personas para experimentar la aceptación. A veces nos pasamos tratando de agradar a todo el mundo, menos a las personas que realmente importan.

¿Quiénes son esas personas para tí?

Muchos estudios vinculan el perfeccionismo con trastornos del sueño y alimentación, depresión, estrés, ansiedad, colon irritable, insuficiencia cardíaca, muerte precoz. La autenticidad no sólo nos hace más felices, es un factor protector para nuestra salud.

La autenticidad es el mejor regalo que podemos dar a las personas que amamos, eso es lo que importa.

Cuando estés en un dilema de autenticidad:

Usa un mantra que te ayude a mantener tu intención. (Just the way you are)

Inspírate, mira a los valientes.

Sigue, puede que tus sentimientos salgan heridos, pero nunca te avergonzarás de ser auténtica. Que tu objetivo sea ser auténtica no obtener aprobación.

El perfeccionismo no te afecta solo a tí. Arrastra a todos a tu alrededor, tus hijos, en el trabajo en las relaciones con los amigos.

EDUCAR PARA LA AUTENTICIDAD

Los hijos son en parte una proyección nuestra y son un ámbito en el cual nos cuesta un mundo aceptar la incertidumbre. Nada asegura que los hijos tendrán la vida que soñamos, pero lo único sobre lo que podemos tener control es en desarrollar un buen vínculo. No es posible si queremos hijos perfectos. ¿Son tus hijos suficientemente buenos a tus ojos?  ¿Puedes decirle quédate tal como eres? ¿Qué cualidades aprecias? ?¿Cómo podrías demostrarle tu amor incondicional y aceptación?

Evita las etiquetas, las comparaciones. Ya vimos lo que provocan.

Más interacciones positivas. Hablamos de la correlación que existe entre la crítica y el perfeccionismo. Cuando nuestros mensajes son siempre negativos los niños crecen con la sensación de estar fallados, de que son ellos un problema, de no ser aceptados. Si la mayoría de las veces, en cambio, reciben feedback positivo, un cariño, amabilidad, compasión de parte nuestra, se sentirán amados y suficientes. Valiosos.

Registra hoy en la noche cómo estuvieron las interacciones durante el día. Podrán notar si hay una tendencia hacia lo negativo o lo positivo.

Usar más tu intuición. Según algunos estudios, pareciera ser que ante un problema o dilema el cerebro toma pedazos de información que ha recibido previamente que generan esta sensación o impulso a hacer algo o a detenerse. Funciona en ambos sentidos y lo que se ha visto es que siempre es un movimiento hacia algo positivo, beneficioso o para cuidar un bien. No significa que sólo tengamos que seguir nuestra intuición, pero puede ayudar cuando recibimos infinitas cantidades de información. Nuestra necesidad de certezas y controlar todo nos lleva a desoír la intuición.

En mayo comenzaremos el taller El Poder de tu Vulnerabilidad y los Vínculos donde profundizaremos en estos temas y entregaremos herramientas concretas que te ayudarán a conectarte con tu ser más auténtico.Si estás interesada haz click.

Alejandra Ibieta I, 

de AMA Consultora Parental

Articulo extraido de www.talleresama.cl

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5 frases que nunca deberíamos decirle a nuestros hijos

Artículo publicado originalmente en El Definido

Estamos acostumbrados a ciertas frases y conceptos, que si pensamos más de una vez, son bastante incoherentes con el mundo que queremos, o que al menos predicamos. ¿Cuáles son? Mane Cárcamo nos presenta su selección.

Educar sin embarrarla no es una tarea fácil. Más aún cuando el vertiginoso mundo en el que vivimos, entre tacos, colegios, pega, redes sociales, exigencias económicas y mil pendientes, nos lleva muchas veces a decir cosas sin pensar, como si fueran leyes o decretos establecidos. Muchas veces hay frases en el ambiente que ya son parte de nuestra cultura popular y que se han transformado en un hábito al que no le metemos mucha cabeza. Un mal hábito.

No soy sicóloga ni experta en educación. Solo me baso en mi instinto maternal y en el modo que quiero (junto a mi marido) que mis niños perciban el mundo. Acá solo plantearé bajo mi total subjetividad algunas frases que considero desafortunadas cuando nos vinculamos con nuestros hijos. Detractores, los invito a plantear todos su puntos de vista con total libertad. Y a los que les haga sentido esta columna, también los invito a aportar.

“Los tontos se aburren”

Me acuso públicamente de haberlo dicho. Y hace un tiempo me pareció que era una frase muy poco empática. Uno, ¿no podemos darles el espacio a los niños para que se aburran? ¿Tienen que siempre estar en una montaña rusa de emociones? Del aburrimiento han nacido grandes genialidades, pensamientos y obras de arte. Tal vez deberíamos liderar una campaña pro respeto del aburrimiento y en vez de promover escaparnos de él, deberíamos hacernos cargo, abrazarlo y esperar que pase… como una ola. Además eso de los tontos me hace ruido. ¿O deberíamos pensar que Einstein, Mozart, Bill Gates y los más grande genios de la historia nunca se aburrieron?

Soy una convencida que esos estados, como la pena o el aburrimiento, no deben desesperar a nuestros niños. Ni deben sentirse alérgicos a ellos. Para mi es parte de la vida humana y por ende debemos aprender a convivir en armonía con aprender a mirar el techo… en un perfecto estado de aburrimiento.

“Cuélate en la fila”

Alguna vez escribí acerca de la cultura “winner” y como esos pequeños gestos son la primera semilla de la corrupción. Más de alguna vez vi a un adulto usando a un niño para saltarse la fila del supermercado y ahorrar tiempo. U otro papá quebrándose delante de sus hijos, porque están colgados al cable del vecino o celebrando porque alguien olvido cobrarles una cuota. Ya es muy detestable que nuestros niños nos vean “winneando”, muchísimo peor es que los incitemos a ellos a hacerlo por el beneficio propio. Dudo que alguien acá piense distinto. O eso espero.

“No prestes la peineta”

Esto probablemente se reduce al mundo femenino. Como ustedes saben, tengo un TOC con los piojos porque en algún minuto me faltó meterlos en mi plan de isapre e incluirlos en la libreta de familia. Pero aun así creo que la generosidad está por sobre el contagio de esos bicharracos. Cuando era chica a varias amigas mías les tenían prohibido prestar la peineta por miedo a pegarse los piojos. Yo, aunque he sufrido ese flagelo multiplicado por cuatro cabros, defiendo a morir la solidaridad entre los amigos. Dar hasta que duela… en este caso hasta que pique. Porque si los amigos no estamos para prestarnos las cosas, ¿quiénes estarán para eso entonces?

“No seas niñita”

Cuando un niño llora, manifiesta sus sentimientos, penas o temores la manera de abordar esa situación puede ser muy variada. En mi inconsciente está la imagen de un papá (o incluso mamá) diciéndole a su hijo “ayyy relájate, no seas niñita”. Y aunque me acusen de exagerada encuentro que es bien fuerte. Primero, porque se asocia los sentimientos con algo netamente femenino y que además tiene un carácter negativo.

En definitiva le estamos diciendo a los niños que mostrar sus sentimientos “es de niñita” y por ende se está comportando como un “afeminado”, como débil, y por eso carece de respeto o es un exagerado. Como si sentirse poco querido, considerado o nostálgico fuese solo permitido para nosotras. Ridiculizar las emociones de los hijos es tal vez una de esas actitudes que pueden marcar tristemente para toda la vida a una persona. Eso de “el lenguaje construye realidades “es una verdad tan cierta como seria.

“Si te pega, pégale de vuelta”

Cuando uno de nuestros cabros se transforma en el pushing ball de otro, la ira de nosotros, los padres, comienza a surgir como una lava explosiva que sería capaz de arrasar con todo. Más de alguna vez me he visto en una plaza, picada al nivel de un preescolar con un cabro que se pasea con un tuto y chupete, porque ha sido matón con algunos de mis cachorros. Ese sentimiento nadie lo puede negar. Pero el tan utilizado “si te pega, pégale de vuelta” me parece poco coherente con un mundo en el que los padres supuestamente no debemos promover la violencia.

Le decimos a los niños que la guerra no es buena, que no debe jugar juegos violentos, que el diálogo todo lo puede, hasta que… se llegan a meter con uno de los nuestros. Porque ahí aparece el Terminator que llevamos dentro y los lindos discursos que dijimos solo están para decorar nuestro muro de Facebook. Soy una convencida que se puede recorrer un camino más largo, en donde se promueva la conversa, el pedir ayuda a los adultos y el poder ganarse el respeto sin tener que mandar un combo. Es ahí justamente donde podemos comenzar a cambiar el mundo. Aunque parezca inocente y mínimo, lo creo de verdad.

Pero si todos nos alineáramos por cambiar el discurso del ojo por ojo, estoy segura que podríamos construir una sociedad más conciliadora y amorosa.

¿Están de acuerdo? ¿Qué otras frases agregarían?

Magdalena Cárcamo – Periodista

Fuente: www.eldefinido.cl

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