¿Y si me pasara a mí?

El pequeño León y un indigente anónimo. Dos muertes evitables, este fin de semana, dejaron una vez más en evidencia nuestra falta de empatía, indolencia e indiferencia hacia el dolor ajeno. ¿Le pasamos el problema al Estado o asumimos de una vez nuestra propia responsabilidad?

Es viernes y leo en Facebook que León Smith fue desconectado y que sus papás lo dejarán partir. Se trata del niñito de cuatro años, que no tuvo donante para su corazón cansado. Estoy segura que a mí y a muchos de a ustedes les entristece profundamente la noticia. Un niño de la edad del menor de los míos, un niño que debería estar jugando con los Pay Patrol, corriendo al baño a hacer pipí y no alcanzar a llegar, aprendiendo sus primeras vocales, un niño que simplemente debería estar dedicado a eso, a ser niño con todo lo grande y chico que implica esa palabra.

Hoy, cuando escribo esta columna, es domingo y me entero que un hombre murió de frío en La Cisterna. Un hombre que nadie sabe quien es, que tal vez nadie llorará ni echará de menos. Morir de frío es finalmente morir de abandono. De indolencia del resto. De indiferencia. Si eso no nos escandaliza, no sé que puede hacerlo.

La muerte es un misterio que aunque cueste, debemos aceptar. Todos moriremos y es tal vez la única certeza que tenemos. Pero la muerte por falta de empatía es muy difícil de asimilar. Porque si el mundo avanza con las más modernas tecnologías y gracias a ellas hemos sido capaces de visitar otros planetas, hablar con personas que ahora está al otro lado del mundo… ¿de qué sirve tenerlas si no existen las voluntades para usarlas al servicio de los demás?

Saltarán muchos pidiendo más campañas del Estado. Y obviamente el Estado tiene mucho que decir. Pero la campaña, la que sea, carecerá de toda eficacia si no trabajamos la gran campaña comunicacional (y sobre todo ejemplar) que debemos, todos los días, lanzar en nuestras casas. Y podemos llenarnos de estrategias de marketing y mensajes masivos para promover tal o cual causa, pero si primero en la familia no se enseña y vive la empatía, lo de León se quedará en el mero compartir estado o poner un like en Facebook.

Somos activos en las redes sociales. Nos gusta abrazar luchas, defenderlas y “marchar” desde nuestro iPhone recién canjeado. Pero antes de viralizar tantos buenos y genuinos deseos, tal vez lo que primero que tenemos que hacer es definir un proyecto de vida, una manera de mirar el mundo, que se plasme en cada una de nuestras actitudes y que la noten en cada gesto diario todo aquellos que nos rodean.

Y no es tan difícil (pero a la vez, vaya que sí lo es), esmerarnos en realizar esos pequeños actos cotidianos, casi imperceptibles, pero que no se transan y se viven pase lo que pase. Definir, por ejemplo,  que hay ciertas palabras que no se usan en nuestra familia, que aunque parezca grave, el lenguaje de verdad construye realidad y que al decirle “mongólico» a alguien para burlarnos, hablar de “la chola” para referirnos a la persona que trabaja en la casa o el usar la palabragay como un adjetivo calificativo, no hacen más que herir a mucho/as y aumentar esas distancias que hacen de la empatía una virtud que hoy brilla por su ausencia.

Promover actos de amor y preocupación hacia los otros también es una manera de hacer de la empatía una virtud concreta y real. Si hay un compañero que se enferma, invitar a nuestros hijos a llamarlos por teléfono y preguntarles cómo está. Pensar en que si dejo un papel tirado en la sala de clases, alguien lo tendrá que recoger. Acompañar al que está solo, aunque parezca fome, aburrido y poco popular. Correr el riesgo de defender a alguien cuando vemos una injusticia y que nuestros ojos nunca se acostumbren a ver a una persona viviendo en la calle como un elemento más del paisaje.

Tal vez se trata sólo de salir de nosotros mismos. De mirar al que va sentado a nuestro lado en el metro, conocer la historia de la señora que todos los días nos sirve el café en la oficina, preguntarle nuestro vecino nuevo si necesita ayuda y, ante todas esas realidades diversas, que incluye soledades, tristezas y dificultades, preguntarnos: ¿Y si me pasara a mi? ¿Cómo me gustaría que me ayudaran, acogieran, escucharan?

No queremos que otros padres tengan que soltar la mano de su hijo porque alguien dijo “NO” cuando le preguntaron si aceptaría donar los órganos de un ser querido; no queremos que otra Lissete muera en un centro del Sename porque nuestra sociedad no fue capaz de protegerla de su propia familia; no queremos que otro hombre sin nombre vuelva a morir porque fue invisible y nadie le ofreció una manta y un té caliente. Cada uno de nosotros puede, desde el lugar que le toque, cambiar un poco el mundo y hacerlo un lugar mejor para vivir. ¿Se animan?

¿Eres donante? ¿Qué acto solidario te esmeras en realizar?

Magdalena Cárcamo – Periodista

Fuente: www.eldefinido.cl

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