Chiloé es un destino turístico cada vez más cotizado por chilenos y extranjeros.
La gran riqueza natural, cultural, gastronómica, su patrimonio arquitectónico y la hospitalidad de sus habitantes siempre han estado, no obstante ha sido redescubierta como un real tesoro debido al importante desarrollo de infraestructura hotelera, gastronómica y de servicios turísticos en los últimos 5 años. El aeropuerto Mocopulli que opera desde noviembre de 2012 también ha contribuido al crecimiento turístico del archipiélago.
A continuación reproducimos la nota del portal web eltiempo.com, de Nicolás Bustamante Hernández
Tras el color de sus casas se rumoran leyendas por descubrir. Un destino en el que todo es magia.
Llegar de noche a Chiloé es atravesar la escenografía de una película de terror. La penumbra sobre sus vías principales, trochas y caminos destapados deja ver, en sombras, las siluetas de pequeñas casas que parecen habitadas por seres misteriosos.
Para entrar a este archipiélago, conformado por más de 50 islas en el sur de Chile, la ruta más común es vía marítima, a través del canal de Chacao, cruzando en barco los 26 kilómetros que separan al continente de la isla mayor de Chiloé.
Una vez en tierra, el suspenso del arribo aumenta si se hace acompañado por un lugareño que conozca todas las historias de brujas y seres fantásticos de la región. Que el Trauco, un hombre pequeño y deforme que porta un hacha mientras va detrás de las mujeres solteras para desflorarlas, ronda a hurtadillas; que el Chucao, un pequeño pájaro que se esconde en los bosques, presagia la suerte de los navegantes con su silbido; que la esposa del Trauco, la Fiura –una mujer horrenda, terror de los solteros– se sienta sobre las piedras a esperar que ellos pasen para llevárselos.
“Aquí, todo es superstición”, dice el guía turístico Vicente Manrique, quien es mejor conocido por su apodo, ‘Catín’.
Cuenta que le pusieron ese sobrenombre cuando era guagua –así les dicen los chilenos a los bebés– y nunca ha sabido por qué. Lo que sí tiene claro es que estas creencias le dan uno de los mayores atractivos turísticos a esta zona de la región chilena de Los Lagos.
Al amanecer, cuando el sol empieza a entibiar el aire en esta fría región, que en el invierno puede alcanzar temperaturas hasta de dos grados Celsius, la historia cambia y Chiloé se llena de color. Sus pastos verdes contrastan con el gris del cielo lluvioso y el azul oscuro del mar, que se alcanza a divisar desde cualquier punto elevado de la agrupación de islas, cuya capital es Castro.
Contrastan los colores de los pájaros con las ramas de los árboles sobre los que se posan; contrastan los filetes de salmón que venden en los mercados con los tonos brillantes de las ostras y mariscos que ofrecen los comerciantes y con los diferentes tipos de papas de colores, que son el producto agrícola insigne.
Pero el mayor contraste es el que con la claridad componen aquellas casas que por la noche se veían oscuras y lúgubres, y que de día dejan ver toda la belleza de sus coloridas fachadas y la magia de su arquitectura, caracterizada por el uso de la madera y de los palafitos, que tienen alturas que aumentan si las construcciones están cerca del mar y disminuyen a medida que se alejan del océano.
Sorprende la variada paleta de tintes que escogieron para pintar las viviendas: distintos tonos de azul, morado, verde, rojo y blanco. Contrastan unas con otras, y también lo hacen las fachadas, armadas con pequeñas tejuelas sobrepuestas como escamas, con los tejados que están encima de ellas.
La mejor forma de apreciar estas llamativas moradas es dar un paseo en barco por los fiordos de Castro. Si se logra salir a la cubierta de la embarcación y superar el viento helado que viene de la Antártica y golpea la cara con fuerza cuando se viaja a una velocidad de 4 nudos (unos 7,5 kilómetros por hora), se puede ver el arcoíris de casas del barrio Gamboa –el más representativo de la capital– amontonadas unas sobre otras.
En cuanto a los palafitos sobre las que están cimentadas estas residencias, la explicación generalizada es que los primeros pobladores vieron una opción de vivienda de invasión de terrenos sin reglamentación por los que no había que pagar impuestos.
También se dice que las casas chilotes que se encuentran cerca de la costa están construidas sobre estacas por otra razón: las necesidades que impuso desde los primeros años de ocupación la pesca como principal actividad económica de la zona.
Las bellas iglesias
Hay quienes dicen que el encanto de una iglesia está en su interior, en lo sublime de su silencio, en lo sagrado de sus figuras y en la solemnidad que generan. En Chiloé, en cambio, la magia de los templos religiosos empieza desde fuera, con la primera mirada a la fachada de estas construcciones religiosas.
Siguiendo la misma regla arquitectónica de las casas, que de hecho fueron construidas como una réplica o inspiración de estas, las iglesias de Chiloé son uno de sus principales atractivos.
Para aquellos viajeros adeptos del turismo de contemplación, una buena opción es hacer el denominado circuito de iglesias de Chiloé, que consiste en visitar uno por uno esos 16 templos católicos hechos obras de arte y que en el año 2000 fueron declarados Patrimonio Histórico por la Unesco.
Lo ideal es hacer la ruta en carro y tomar un ferri para cruzar el océano cuando sea necesario. Si se quiere, el tour puede hacerse en dos o tres días para apreciar, con tiempo, la majestuosidad de cada uno de estos templos.
Estas iglesias, que fueron construidas por los jesuitas a partir del siglo XVIII, están repartidas por todo el archipiélago, con la mayoría (nueve) en la isla Grande. Con ellas queda claro el culto a la madera que se vive en la zona, herencia de la colonización alemana en Chile y que terminó mezclando sus costumbres con las de los españoles que ya estaban y con las de los moradores originales de la zona, los indígenas chonos y mapuches.
Una de las iglesias más concurridas es la de Castro, no solo por estar en la capital, sino por su tamaño y majestuosidad.
De color amarillo con detalles en púrpura y blanco, en esta ocasión (cada diez años las pintan con diferentes motivos), y sus cinco arcos, resalta como un lucero en medio de la llovizna y del cemento de la calle. En su interior, el silencio reina entre los pilares, que se sienten livianos al tacto y no parecen capaces de sostener semejante edificación.
Gusto al paladar
El circuito de iglesias resulta más fácil si se hacen paradas estratégicas para probar la oferta gastronómica isleña. Dentro de esta, llama la atención el curanto al hoyo, una mezcla de mariscos y crustáceos envuelta en hojas de plantas que se entierra en un hueco en la tierra para ser cocinada con leña.
Se sirve con longaniza, carne de cerdo y las infaltables sopaipillas con pebre (arepuelas fritas con guiso). Lo mejor para acompañar el abundante plato es una chicha de manzana o una copa de vino.
Antes de abandonar Chiloé, un plan que vale la pena hacer es visitar algunos de sus más de 20 miradores. Uno de los más bellos es el de la Paloma, en Achao, desde el cual se pueden avistar diferentes especies de aves acuáticas y, además, apreciar una postal única: las vacas y ovejas pastando a pocos metros del mar, como si fuera un lago en medio de una sabana.
Macarena Velasco R.
Periodista P.U.C.
Asesora de Comunicaciones