El amor en la madurez (2da parte)

El amor de pareja en la madurez encaja con el descenso de la montaña y cuando se ha ascendido con sentido, el descenso supone mayor libertad, tranquilidad, ligereza, desapego y entrega al presente… Los grandes planes ya fueron trazados, los grandes logros ya fueron realizados, los hijos ya fueron criados, y ahora podemos ser de nuevo un poco niños y vivir de nuevo lo que hay y lo que cada día nos trae “con un nuevo corazón tembloroso” como diría Neruda. Por otro lado las adversidades naturales de la vida han limado las aristas de nuestras pasiones y nuestro carácter, las desdichas nos han sensibilizado a una luz que la prosperidad estricta nos mantenía velada, y empezamos a entender el lenguaje del ser y no sólo de tener, el sabor del misterio y no sólo el de la propia voluntad, el gozo de lo incierto y no sólo su temor.

Surge una perspectiva madura, sabia, ondulada del amor. La mayoría de estudios coinciden en reconocer que el índice de felicidad es mayor en persona de entre cincuenta y setenta años. ¿A qué se debe? A un cambio de actitud más que a un cambio de las circunstancias. Y esto impacta en el ámbito de la pareja de manera que la rellena con frutos nuevos. Veámoslos:

Mayor pertenencia y fusión. A las parejas que acumulan muchas millas de amor logrado se les premia con una gracia especial, la de “ser un solo cuerpo”. Así lo expresaba un matrimonio mayor, tocados ambos por un evidente gozo de estar juntos: “a veces no sé si su pierna es mi pierna o la suya”, decía él. Una antigua fábula asiática explica que, cuando Dios hizo al hombre y a la mujer, al principio les dio un único cuerpo, lo cual satisfacía su deseo de fusión pero no el de autonomía, y reclamaron pidiendo dos cuerpos, y Dios se los concedió. A él un cuerpo de hombre, a ella uno de mujer. Se cuenta que, desde entonces, experimentan un profundo anhelo de volver a ser uno, dando incansables bandazos entre libertad y simbiosis. Sea como sea, el anhelo de pertenecer, formar parte y estar vinculado profundamente, es el mayor instinto de los seres humanos. Al principio a nuestros padres, después a nuestras parejas y a las familias que creamos, y por supuesto a nuestra pareja en la madurez.

Mayor entendimiento, comprensión y respeto. Si el viaje propio y también el común, ha sido verdadero y se han aprestado a desarrollarse como personas auténticas, ambos han aprendido el código de la tolerancia y el aprecio de lo ajeno, a sentir tan importante al otro como a uno mismo. Han flexibilizado sus creencias y sus mapas de la realidad y abierto el corazón a lo distinto. Si además acumulan muchas millas de amor logrado disfrutan de un gran almacén de actos comunicativos fértiles y esquemas de relación previsibles, que les dan reconocimiento y la seguridad de sentirse nuevamente en casa una y otra vez.

Mayor alegría, gozo y sentido del presente. Una progresiva relajación de nuestras pasiones, responsabilidades y objetivos, franquea la entrada a un progresivo e inesperado regreso a la tierra prometida del “presente”, que nos hace resonar con el viejo paraíso perdido del “presente” de nuestra niñez, cuando vivíamos más en el vivir y menos en nuestros pensamientos sobre el vivir. Con suerte, en la madurez, la mente se vuelve más silenciosa y más abierta a la alegría por nada de cada momento, que la vida tal como decide ser, nos sigue regalando. En la pareja empieza a edificarse una dimensión del amor, en la que amamos al otro no tanto por lo que nos produce, nos mueve o nos satisface, sino por ser como es y por estar ahí. Y los días se llenan de una actitud más gozosa.

“Inclinado en las tardes tiro mis tristes redes a tus ojos oceánicos”, reza un poema de amor de Neruda. Quizá el amor maduro sea también un amor trascendente. En este amor, a través de los ojos oceánicos del otro, vamos más allá de él y abrimos esperanza, alma y corazón a un amor más amplio que abarca a todo y a todos. Y nos volvemos más y más altruistas y generosos. Y cerca del final sonreímos y seguimos plantando árboles de cuyos frutos otros comerán en nuestro lugar.

Esto es lo que hoy he imaginado, que no vivido, pues aún no siento que haya reunido méritos y años suficientes como para ingresar en plenitud en las filas de la madurez. Por lo que hace al  ámbito de la pareja, sí que acumulo cicatrices propias suficientes, y miles de horas con las luces y sombras de otras parejas, como para entender un poco las bravuras de estos oleajes y desear, eso sí, las aguas tranquilas.

Por eso lo he imaginado con optimismo, y tal y como lo he visto en algunas parejas afortunadas, con muchas o pocas millas de recorrido, con muchos hijos e historia detrás de sí, o con poca. He preferido obviar, en este relato, a los que se compactan con los años en lugar de algodonarse, a los que siguen conquistando en lugar de saber declinar con dignidad, a los que se imponen en la madurez y la vejez en lugar de saber morir un poco antes de morir del todo, y ganar en vida un poco de vida eterna –el presente maravilloso-, antes de que la eternidad nos engulla y acoja a todos por igual, con sus enormes brazos, como una gran madre.

JOAN GARRIGA

Extraído de www.joangarriga.com/

www.facebook.com/joangarrigabacardi

Foto Portada: Diseñado por Freepik

Post a Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *

*