En estos días de confinamiento nos están martilleando con una misma idea en la conversación pública, una apreciación tan falaz que provoca estupor que no haya sido cuestionada o incluso caricaturizada, puesto que habla muy mal de nuestra condición de animales racionales. También confirma cómo los lugares comunes a pesar de su absurdidad cohabitan a sus anchas en nuestros imaginarios. La idea que se ha instalado cómoda y acríticamente en las ágoras mediáticas y en el folclore del hablar cotidiano es que el coronavirus nos ha hecho tomar conciencia de que somos seres vulnerables e interdependientes. Siento disentir. En mi caso, pero asimismo en el de muchas personas a las que conozco muy bien, llevamos muchos años siendo muy conscientes de que somos seres muy vulnerables e interdependientes, exactamente igual que todos los demás. En mis cursos y conferencias es una idea que zigzaguea por todos lados al margen de cuál sea el contenido específico del que vaya hablar. En mis artículos ocurre lo mismo. Mi primer ensayo lo bauticé como La capital del mundo es nosotros, y foma parte de una trilogía cuyo título patentiza cómo la vulnerabilidad y la interdependencia son dos de los yacimientos filosóficos en los que más veces irrumpo para entender algo la vida y entenderme un poco a mí: Existencias al unísono. Soy tan consciente de la vulnerabilidad que para no destrivializarla suelo repetir que no hay nada más excitante que la tranquilidad. La tranquilidad es el momento en el que la vulnerabilidad se remansa y relaja su incordio. Relajarlo no significa que desaparezca. La vulnerabilidad no desaparece jamás porque es una condición constituyente de la vida humana.
En una entrevista realizada hace unos días en La Marea le preguntaban algo parecido a la filósofa y activista Marina Garcés. «¿La alerta sanitaria no ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad humana?». «Me sorprende que haya tanta gente repitiendo esta frase, desde filósofos hasta Antonio Banderas. Me pregunto qué vidas tenían y qué realidades conocen quienes lo afirman. ¿No tienen personas mayores dependientes en sus familias? ¿No conviven con personas discapacitadas o con trastornos mentales? ¿No conocen la realidad altamente vulnerable de muchos barrios y territorios de nuestras ciudades? ¿No sufren el impacto de los cánceres y otras patologías debidos a factores ambientales y sociales? La vulnerabilidad y la interdependencia ya estaban, cada día, como realidad cotidiana para la mayoría. ¿Qué nos impedía verlas y pensarnos desde ellas?», es la contestación de la siempre lúcida Marina Garcés. Vulnerabilidad es la cualidad de vulnerable, y vulnerable significa que uno puede ser herido o lesionado tanto física como moralmente. La vulnerabilidad es muy palmaria en los primeros y en los últimos tramos de la vida, en la desprotegida infancia y en el desvalimiento de la senectud, pero en el vasto tracto de tiempo que transita de la cuna a la tumba afloran múltiples episodios en la biografía de las personas para advertir nuestra condición de sujetos que podemos ser heridos, lesionados, magullados, desamparados, afectados, traumatizados, o directamente finiquitados.
Basta con padecer una enfermedad, la avería de alguna parte del cuerpo, la propia e imparable decrepitud de la carne, o sufrir un capítulo que malogre nuestras expectativas y las convierta en desmerecidas para nuestros planes, para sentir muy vívidamente cómo la vulnerabilidad se apropia de nosotros como praxis humana y nos asedia con un despotismo que desoye nuestras súplicas, se burla de nuestra autoridad y a veces incluso nos puede causar tanto daño que nos provoque la inapetencia de vivir. La vida humana es vida compartida porque muy pronto nuestros ancestros advirtieron que los hitos en los que se presenta descarnadamente la vulnerabilidad se combaten mejor con recursos cooperativos. Precisamente la cooperación entre actores para construir tejido conjuntivo delata una de las paradojas más increíbles y más fabulosas de la agenda humana. Gracias a que somos seres interdependientes podemos aspirar a ser seres autónomos. La interdependencia nos ayuda a la satisfacción de las necesidades, y precisamente poder satisfacerlas abre paso al territorio de los fines, aquello que uno elige y articula para orientar y brindar de sentido su propia existencia. Solo podemos acceder al reino de la libertad si tenemos colmado el de la necesidad. En este tránsito siempre provisorio la interdependencia es medular como estrategia de maximización para contrarrestar nuestra vulnerabilidad. Para verlo se necesita visión de conjunto. Esa visión inalcanzable para la miopía individidualista y los credos que la profesan.
Extraido de espaciosumanocero.blogspot.com
José Miguel Valle. Escritor y filósofo
Imagen portada : Obra de Carmen Pinart