Las emociones son respuestas físicas e instintivas ante estímulos externos, programadas en nosotros a lo largo de millones de años de evolución. Son irracionales, pues no se generan en el neocórtex como los pensamientos conscientes, el razonamiento y la toma de decisiones, sino que en un sistema separado llamado sistema límbico, que es como su centro procesador. En sicología, se ha estudiado la existencia de cuatro a seis emociones básicas y hasta más de veinte categorías distintas. Y aunque es prácticamente imposible hacer un listado exacto, he aquí algunas: la tristeza, la ira, la repulsión, la sorpresa, el miedo y la alegría. Pero existen varias otras más complejas, tales como la desilusión, la melancolía, el asombro e incluso la fascinación. Los sentimientos, por otro lado, son asociaciones y reacciones que se producen en nuestra mente frente a determinadas emociones. Ellos difieren de persona a persona, pues son producto de la experiencia adquirida a través del tiempo, del aprendizaje y temperamento. Así, frente a idéntico estímulo emocional, los sentimientos de dos individuos pueden ser muy diferentes.
Quiero invitarles, entonces, a leer uno de mis cuentos y jugar a identificar emociones y sentimientos, a ver qué sucede.
¿DÓNDE VAN A MORIR LOS PÁJAROS?
Los pájaros son como peces, surcan el cielo a toda velocidad para luego zambullirse en el jardín. Y parece que nadaran, sobretodo los zorzales. Un aleteo y pausa, un aleteo y pausa, hasta que aterrizan sobre el pasto creyéndose los dueños del lugar, pues como capitanes de puerto, corretean con sus gritos a unos y desafían a otros. Aún así, los pequeños chercanes se las arreglan para evadirlos, instalándose todos los años en la casita entre las hojas del magnolio. La llenan de ramitas que se asoman por el agujero de entrada, tan finas como sus propias patas, y se paran vigilantes en un gancho del árbol. Luego vuelan hasta la punta del techo deteniéndose ahí, miran hacia la izquierda, hacia la derecha y girando en el aire, se meten para adentro. Otros se visten de monjas, son grises con un velo blanco y hasta Octubre estuvieron dando picotazos en la ventana cortejando a su propia imagen. Yo diría que les dio buenos resultados, pues hicieron sus nidos en la enorme buganvilia. Ayer me acerqué, sigilosa, apenas pisando para no meter ruido. Me agaché por debajo de sus floridos ganchos rojos, hasta entrar al túnel de ramas y espinas, buscando con la mirada de dónde venía ese, a ratos incesante, piar agudo. Que sorpresa fue ver que un polluelo estaba de pie, erguido en el borde del nido, derechito, casi marcial, mirando hacia adelante sin moverse. Y sentí un enorme deseo de tocarlo, aunque fuera un imposible. Pero sólo permanecí atenta, aguantando la respiración a ver qué pasaba. Que difícil no moverse, estar ahí apenas, casi levitando, tratando de no pensar siquiera por si un pensamiento ruidoso lo pudiera asustar. Es que los pensamientos se cruzan por la mente como aviones fuera de control, como ideas que se estrellan en la frente explotando en mil colores. O tal vez son imágenes que viven ahí dentro, esperando su turno para aparecer como fantasmas, y suenan, retumban, y yo lo que menos quería era espantarlo. Como pude, me agaché más aún y me atreví a acercar mi mano al nido, poco a poco. Estiré el dedo índice y, muy lentamente, llegué al borde. El polluelo no se movía, no pestañeaba. ¿O estaría durmiendo, como los peces, con los ojos abiertos? Finalmente, lo toqué. Acaricié su pecho de arriba a abajo, sintiendo sus frágiles huesos y la suavidad de sus plumas. El seguía en posición firme, cual guardia del Palacio de Buckingham, mirando al frente, sin prestar la más mínima atención a esta turista de jardín. Y sentí el calor de su cuerpo, rogando que mi osadía no le fuera a dejar algún trauma, nunca se sabe. Pensé que el corazón se me iba a salir del pecho cuando me alejé en silencio, preguntándome dónde van a morir los pájaros, dónde terminan sus cuerpos a la hora de partir.
Así pasaron los días hasta que una mañana supe la respuesta, al ver a un zorzal joven que yacía muerto al final de la escalera. Los ojos siempre abiertos, las alas un poco lacias, las plumas de la cabeza medio revueltas como si hubiera habido una batalla. Los zorzales son grandes, incluso cuando polluelos, de modo que no se si este volaba siquiera. Tal vez murió de un susto al caer de su nido. No había sangre, no había testigos. O quizás el hambre lo hizo saltar al vacío, resultando en un salto de fe que salió mal. A lo mejor era un zorzal inexperto explorando el mundo a pie, con el deseo de acabar con la soledad de un nido que había dejado de ser visitado por los padres. Cualquiera que haya sido el motivo, ahora sé dónde van a morir los pájaros: terminan en el suelo, como el sentimiento.
Myriam O – Artista multidisciplinaria (conoce mas de ella aquí)