La adicción afectiva

Una mujer de treinta años, soltera y profesionalmente exitosa, hacía la siguiente descripción de su “relación amorosa”:

“Estoy cansada…Llevo doce años de novia y nada parece funcionar…El problema no es el tiempo, sino el trato que me da mi novio…Él no me maltrata físicamente pero sí lo hace verbalmente…Me dice que soy la mujer más fea que ha visto y que le doy asco…Si estamos en algún lugar público, me hace caminar adelante para que no lo vean conmigo porque le da vergüenza…Cuando le llevo un detalle, si no le gusta, me grita tonta y retardada, lo rompe o lo arroja a la basura muerto de la furia…Yo siempre soy la que paga las cuentas…Jamás me abraza o acaricia, porque dice que me voy a mal acostumbrar…Tiene otras mujeres, me cuenta lo que hace con ellas y me obliga a escucharlo…Si no le presto el carro me insulta…El otro día me escupió en la cara…”

¿Cómo es posible que una persona pueda llegar a tolerar este tipo de agravios y someterse así? Cuando se le preguntó porque no lo dejaba, contestó entre apenada y esperanzada: “Es que lo amo…Pero si pudiera desenamorarme, lo dejaría…“. Ella buscaba el alivio, pero no la cura.

No hay que esperar a desenamorarse para terminar con una relación destructiva. En estos casos, la estrategia adecuada para enfrentar la adicción afectiva es la misma que se utiliza en farmacodependencia, donde el adicto debe pelear con la apetencia y sacrificar el placer inmediato por la gratificación a mediano o largo plazo.

En la adicción afectiva (apego), nos guste o no, todo el trabajo de ruptura e independencia emocional deberá hacerse con el supuesto amor a cuestas: “Aunque lo quiera, me alejaré de él porque no me conviene”. Muy difícil y solo para valientes, pero así es. No importa cuanto duela, si es dañino, hay que retirarse y no consumir. El desamor no es un requisito para desligarse de las relaciones enfermizas, sino más bien su consecuencia. Además, no creo que el amor pueda disminuirse a fuerza de voluntad y razón, eso es puro cuento. De ser así, el proceso inverso también debería ser posible, y tal como lo muestran los hechos, uno no se enamora del que quiere, sino del que puede.

La mujer antes mencionada era una adicta a la relación, o si se quiere, una adicta afectiva. Mostraba la sintomatología típica de un trastorno por consumo de sustancias, donde la dependencia no estaba relacionada con la droga, sino con la seguridad de tener a alguien, así fuera una compañía espantosa. El diagnóstico de adicción se fundamentaba en los siguientes puntos: (a) pese al mal trato, la dependencia había aumentado con lo meses y los años; (b) la ausencia de su novio producía un completo síndrome de abstinencia no reemplazable por otra “droga”; (c) existía en ella un deseo persistente de terminar el noviazgo, pero sus intentos eran infructuosos y poco contundentes; (d) invertía una gran cantidad de tiempo y esfuerzo para poder estar con él, a toda costa y por encima de todo; (e) había una clara reducción y alteración de su normal desarrollo social, laboral y recreativo debido a la relación; y (f) seguía alimentando el vínculo a pesar de tener consciencia de las graves repercusiones psicológicas para su salud. Un caso de “amorodependencia”, de dudoso amor.

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El núcleo duro de toda relación de pareja es el autorrespeto. Sin él, dejaríamos de ser queribles. Sin ese conjunto de principios no negociables, quedaríamos a merced del mejor postor y el amor propio se volvería añicos. El apego corrompe, degrada, limita, cansa, desgasta y agota nuestro potencial. Por el contrario, la dignidad libera, el autocontrol ayuda, la autoestima engrandece, la autoeficacia nos vuelve atrevidos, y el realismo afectivo, por más crudo que sea, enseña a perder. Mal de amores o salud afectiva: la elección es nuestra.

La adicción afectiva
Por Walter Riso

Extraido de: Editorial Phronesis

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