Uno de los términos más manidos de los últimos tiempos es el de «la escucha activa». Tendemos a confundir oír con escuchar, que son dos acciones muy diferentes, y quizá por eso hemos colocado un epíteto a la acción de escuchar. Puede parecer una definición muy llana, pero escuchar es prestar atención a lo que se oye.
En el contexto de una acción comunicativa es atender a lo que nos están diciendo, anclar nuestra atención en la transferencia de información que están depositando en nosotros. Ocurre que nuestro cerebro recibe mensajes a una velocidad de 150 palabras por minuto (no podemos hablar más deprisa), pero posee una afilada capacidad para procesar 700 palabras en el mismo tiempo. Esta gigantesca asimetría entre la llegada de información verbal y la capacidad cerebral para dar cabida a casi siete veces más provoca que muchas veces estemos pensando en otras cosas mientras alguien nos habla.
De ahí la relevancia de prestar atención, que podría definirse como el acto consciente en el que impedimos que nuestro cerebro se entretenga con todo aquello ajeno al episodio comunicativo para centrarse en las pocas palabras que le entrega nuestro interlocutor para decodificarlas. Precisamente la escucha activa trata de combatir esta propensión a rellenar el pensamiento con otra información y con otras ideas mientras se dirigen a nosotros. La escucha activa es una técnica de comunicación en la que un oyente recepciona un mensaje verbal, identifica lo expresado y después lo reformula utilizando palabras análogas a las que utilizó su interlocutor para saber si los significados interpretados y los expuestos concuerdan.
Puede parecer una contradicción léxica, pero la escucha activa no se reduce a escuchar, es sobre todo hablar de lo que acabamos de escuchar. O sea, a la escucha activa le sobre el epíteto (activa) y le falta un verbo (hablar).
Extraido de espaciosumanocero.blogspot.com
José Miguel Valle. Escritor y filósofo
Foto portada: Obra de David Kockney