Mamaaaaaa quiero pis, grita desde la cama mi hijo de tres años a las 6.00AM. Empieza la jornada, en casa, claro, porque #yomequedoencasa.
Me empiezo a poner nerviosa cuando desde la ducha oigo gritos y entran uno, dos o los tres en el baño… ¡Diez minutos por favoooor, ¿No puedo ni ducharme tranquilaaa?! grito desafiando los límites de la contaminación acústica con la cabeza llena de jabón asomando por la cortina.
A las 8 desayunamos, todos juntos, los 5. Galletas, tostadas, fruta. A veces aprovechamos para conectar con mi madre o mis hermanas en España para que vean a los niños antes de que empiece la batalla campal, allí son las 14.00h.
Tras el último sorbo de café empieza el maratón de telecolegio y teletrabajo + casa con tres niños de 3, 6 y 9 años y un marido conectado al teléfono 24×7 bajo el escudo protector de ser “servicio esencial” y tener mucha gente a cargo. Eso si, todo lo que tenga que ver con un número le toca a él, que para eso es ingeniero y está relleno de números, a mi, me tocaron las letras.
Ya estamos sentados en la mesa del comedor, con ordenadores, ipads y todo aparato electrónico que hemos conseguido rescatar para este nuevo panorama escolar online. La de 9 en su cuarto, en su recién descubierta autonomía, y yo, con los dos pequeños, intentando compaginar las videollamadas simultáneas de colegio y jardín infantil. Corto y pego con distintos materiales con Pedro mientras enseñó a leer y escribir a través de la plataforma online del colegio a Guille “ahora saquen el ejercicio de anteayer y vamos a completarlo añadiendo unas frases (“Ay, ay, que lo he tirado, ¿donde lo puse?”).
Durante la jornada me vuelvo bipolar y voy alternando estallidos de cólera “¿te quieres sentaaaaar?” Con momentos de amor infinito “muy, bien. Lo has hecho genial, estoy súper orgullosa”. Hago malabarismos profesionales y contesto emails en esos breves espacios en que están concentrados a la vez, o cambio de habitación mientras les enchufo un momento a la tele para conectarme con un cliente, rezando para que no entre ninguno o, si lo hacen, que al menos no sea desnudos, como la última vez…
“Pero no me dijiste que te ocupabaaaaas mientras me conectooooo?” nuevamente me transformo en un gremlin mientras grito a mi marido tras finalizar un zoom salpimentado con interrupciones variadas con forma de niños. “¡He hecho lo que he podido!” dice él que, efectivamente hace lo que puede, como todos en casa.
Jugamos a algo, pintamos, les hago ginkanas y les cuento cuentos, les preparo algún aperitivo o cualquier cosa para ir dejando en el día también algunos momentos especiales entre mis estallidos de amor y de rabia.
La cuarentena, me ha hecho bipolar, es verdad, pero también ha hecho que valore mas este tiempo con los míos, y, pese a los altibajos, me encanta ser la mejor malamadre que puedo.
En la balanza pesan más todos esos momentos compartidos durante estas semanas de cuarentena: El plan de cine en casa de los viernes, las acampadas en nuestro cuarto, los cuentos a las 18h, hacer barcos piratas con cajas de cartón, el conocer mejor a nuestros hijos, el saber lo que aprenden cada día, la emoción de los paseos y no oírles ni una queja tras estos 57 días en una casa en que hemos hecho de familia, amigos, profesores, restaurantes, cines y lo que haga falta.
Después de esta etapa no habrá quien pueda con nosotras porque, nuestros superpoderes nos los dieron el coronavirus y esa energía sobrehumana de proteger a los nuestros, no una picadura de araña o haber nacido en Kripton, esos lo tuvieron mucho más fácil…
Esperando que llegue ese día en el que recuperemos la vida fuera de casa me despido, no sin antes de
searos a todas las que os habéis sentido identificadas con este post ¡Feliz día de la madre confinada!