TIEMPO….que palabra más esfímera, potente, grande y desconocida. No sabemos con certeza cuánto tenemos y muchas veces tampoco sabemos que hacer con el. Decidimos vivir en piloto automático y repetimos una y otra vez que NO tenemos tiempo.
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¿Realmente no lo tenemos? ¿O más bien no sabemos como valorarlo, ajustarlo, equilibrarlo o vivirlo?.
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Hablamos de regalar tiempo de calidad a nuestros hijos, pareja o incluso a nosotros mismos (que también lo necesitamos), sin embargo nos olvidamos que el tiempo es solo eso…..TIEMPO.
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El «tiempo de calidad» ocurre en un esfuerzo desesperado y a ratos maquinado, para entregar al otro un pedacito de nosotros o incluso regalarnos a nosotros mismos un pequeño momento de autocuidado.
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La realidad es que el tiempo es solo eso, y toda la magia ocurre en la espaciosidad de poder vivir ese TIEMPO. En no olvidarnos que el tiempo a ratos corre rápido y que cada elección diaria es decidir como vivirlo.
Finalmente el tiempo que destino para estar con mis hijos, mi pareja o conmigo misma no debería ser un esfuerzo. Sino el simple acto de disfrutar ese tiempo que se nos ha regalado: ese espacio libre donde ocurre la conexión y el amor con los que nos rodean y con nosotros mismos.
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El tiempo es hoy, es cada día, es cada decisión. No existe el tiempo de calidad, solo existe el tiempo y en su infinitud lo que YO elijo hacer con él.
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¿Dónde pongo las prioridades? ¿Donde y con quién decido estar hoy? ¿Cómo quiero vivir ese tiempo? ¿Cómo hago del tiempo una acción presente para vivirlo plenamente?.
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El tiempo viene y se va, pasa rápido, no sabemos cuando acabará. Y entonces más que pensar en entregar «tiempo de calidad», elige como quieres vivir tu tiempo hoy: presente, consciente y conectado con los que te rodean y contigo mismo.
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Algo si tengo claro: el tiempo es un regalo y como vivirlo una decisión. Decide consciente, decide con amor.
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¿Cómo decidirás vivir tu mágico tiempo hoy?
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María José Lacámara – Conoce más AQUI
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¿Qué necesito para cuidarme?
Si algo he aprendido de esta pandemia, es que la energía no es infinita y que hay que invertirla de la mejor manera. También aprendí que la vida es hoy, que el ayer ya fue y que del mañana solo sabemos que no tenemos idea de cómo ni que será.
Enfocarse en el hoy y en lo que necesitamos para estar bien nos ayuda a planificar menos y disfrutar más, a canalizar nuestras energías para cuidarnos y cuidar a los que nos rodean.
Durante esta pandemia aprendí cuestionarme cada mañana que necesitaba para estar bien. Y a no conformarme solo con encontrar la respuesta, sino que buscar y descubrir el tiempo para HACERLO.
¿Cuántas veces nos hacemos ésta pregunta? Y si nos respondemos ¿Cuántas veces realmente nos damos el tiempo de hacer eso que nos hace bien?.
Tendemos a postergarnos en pos de otros. No decimos, no hacemos, no pedimos ayuda o no respiramos; por cuidar, amar y hacer respirar a otros. Lo que aún no logramos captar es que cuidándonos a nosotros mismos estamos cuidando al otro. Que si no nos damos el tiempo para querernos, regalonearnos y ser compasivos con nosotros mismos, tampoco lograremos hacerlo con el otro…..aunque creamos que lo estamos haciendo.
Si no me detengo en mi, tampoco puedo detenerme en el otro. Si no me cuido a mi, no podré siquiera ser capaz de identificar que necesita el otro. Si no conecto conmigo, no podré conectar tampoco con los que me rodean.
La vida pasa rápido y muchas veces perdemos el foco de lo esencial: cuidarnos para poder cuidar, amarnos para poder amar, ser autocompasivos para poder comprender, pedir ayuda para poder dar y recibir esa misma ayuda.
La vida es movimiento, y cómo me relaciono conmigo, es cómo me relaciono con el mundo que me rodea. Si no me detengo en mi…..el mundo sigue girando muchas veces sin sentido….y entonces me impide también detenerme en ti.
¿Qué necesito hoy para estar bien? ¿Cuándo me daré el minuto para hacerlo? Cuida y conecta con el otro, cuidándote y conectando contigo primero…..quizás así sea más sencillo detenerse en el HOY.
María José Lacámara – Conoce más AQUI
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Más conectados: La conexión emocional como eje central de la crianza
«La semana pasada escuché un nuevo episodio del único podcast que sigo y que comenzó con la anfitriona contando que su mamá siempre tuvo mascotas de todo tipo. Vivían en el campo, donde no sólo tenían perros y gatos, sino también caballos y otros animales que recogían. Por lo tanto, durante su niñez, los cuidó, los amó y también sufrió su pérdida. Con los años su mamá enfermó y durante el período cercano a su muerte, fue testigo de cómo ella creía estar rodeada de varios de esos mismos animalitos a quienes había cobijado en el pasado y que, obviamente, ya no estaban en este plano desde hace mucho. Si se acercaba para sentarse en la cama junto a ella, su mamá le advertía que a ese lado no, porque estaba Micifuz, uno de sus gatos. Y así hablaba también de sus perros y de uno de sus caballos regalones, pues al parecer los sentía o simplemente los veía a su alrededor. Sus amados animales estaban allí para confortarla en esos últimos momentos de vida terrenal. Y me pregunto, ¿quién podría poner en duda lo que la señora decía ver?
Sinceramente, desearía un cortejo similar y que, por añadidura, me estuvieran esperando al otro lado. No hay amor más puro que el de nuestros animales. Una vida en contacto estrecho con ellos, y por lo tanto con la naturaleza, es muy distinta a la de aquellas personas que no gozan de tal experiencia. Se navegan otras aguas.
En lo personal, el cuidado de mi jardín me permite observar la evolución de las plantas, especialmente en estos meses primaverales. Y además, enternecerme observando pájaros y otras criaturas. Son incontables las aventuras que uno vive gracias a ellos, como también lo son sus enseñanzas. Ver florecer rosas y madreselvas y disfrutar de la fragancia que parece envolverlo todo al alba y al atardecer, cuando disputan en intensidad el magnolio y los jazmines, es un viaje sensorial menos evidente que la sola alabanza de sus colores y formas. Por otra parte, tener de visitantes y huéspedes a chercanes, zorzales y tencas en varios nidos y casitas, asegura sinfonías y obras corales inigualables, si a la par incluyo a jilgueros y diucas. Además de la oportunidad única de ser testigo de cómo los padres entrenan a sus polluelos para su primer vuelo. Y los extraño cuando crecen y se van, siento nostalgia de esas semanas de cortejos, entre el invierno y la primavera, cuando se producen persecuciones y disputas previas al apareamiento y después el oír el incesante piar de los polluelos.
No tengo caballos ni gatos —aunque me gustaría— pero tengo mis flores, mis perros y a los pájaros, que considero casi propios, pues los cuido de lejos, regando, para asegurar la cosecha de gusanos y suculentas lombrices que las tencas llevan a sus nidos a cada minuto para tranquilizar a su prole. Y llenando de agua, religiosamente, una pequeña fuente de piedra junto a la pandereta para que puedan beber y, los más valientes, darse un baño. Tampoco uso veneno, de ningún tipo, porque pienso en ellos y no quiero perjudicarlos. Hay mucha gente en quien pensar al cuidar un jardín.
Pero mi mayor alegría es cuando ocurre un suceso inesperado, como cuando resucité a una lagartija que se había caído al agua y estaba exánime. Si mi curso de R.C.P sirvió una vez para ayudar a un señor en el supermercado, seguro me iba a servir para ella. Por si acaso, de todas formas me apresuré en llamarla Juancho, no fuera a ser que partiera al otro mundo como N.N, lo cual habría sido el colmo de la ignominia. La tomé con cuidado, la puse al sol y comencé a practicarle un masaje cardíaco. Tipo reptil, por supuesto. Y de pronto hizo efecto, abrió la boca y tomó una bocanada de aire. La puse derechita, le acerqué mi dedo y me dio un beso. Bueno, así lo sentí yo. Descansó un instante y ya más relajada, se fue.
La otra noche ocurrió algo muy distinto. El aire era tibio y no había una gota de viento. La luna aún no estaba llena, recién se había asomado. Me senté afuera a oscuras, disfrutando de ese momento especial, cuando veo lo que pensé eran unos reflejos claros sobre el jardín de al lado. Para allá y para acá, cambiaban extrañamente de dirección. De pronto, en la penumbra ví algo grande que se posó sobre la reja. No podía ver bien qué era, pero dado su tamaño no le quité los ojos de encima. Y lo escuché decir: u-u-trrrrr, u-u-trrrrr. Era un tucúquere. De 50 centímetros, es el búho más grande de Chile. Se quedó allí unos segundos y voló a la chimenea, sin que sus enormes alas hicieran el menor ruido. Entonces pude distinguir claramente su barba blanca vibrando al unísono con las notas de su canto. Esperó allí arriba, muy seguro. Luego se perdió entre los pinos, para volver un minuto después a la chimenea y cantar para mí, por última vez, antes de perderse en la noche.
El mundo natural y los animales llaman a la compasión y a la empatía al mostrarnos la realidad de la vida, la cual puede ser cruel o al menos difícil, igual que para la especie humana. Así, frecuentemente nos vemos reflejados en su comportamiento. Pero con una gran diferencia: ellos son perfectos. Perfectos perros, gatos, caballos, lagartijas y tucúqueres. En cambio, ¡que lejos estamos nosotros de dicha perfección! Comenzando por nuestras contradicciones e inconsecuencias —algo inexistente en el reino animal. Un ejemplo de ello son aquellos que se oponen al rodeo por considerarlo una crueldad. Y sin embargo, están a favor del aborto a todo evento, exigiendo consiguientemente a otros lo que no son capaces de dar ellos mismos.
Para quienes hablan inglés, el podcast se llama “Dear Sugars” y es conducido por los escritores Steve Almond y Cheryl Strayed.»
Myriam O – Artista multidisciplinaria (conoce mas de ella aquí)
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Estudios llevados a cabo en el laboratorio de Neurociencias de Maastricht a cargo de Rainer Goebel, han demostrado que que las redes cerebrales activadas por la meditación sobre la compasión son muy diferentes de las vinculadas a la empatía, algo que la neurocientífica Tania Singer ha estado estudiando durante años.
En estudios anteriores, personas que no habían recibido ningún entrenamiento en meditación veían a una persona que estaba sentada cerca de un escáner mientras recibía descargas eléctricas dolorosas en la mano. Estos investigadores observaron que una parte del cerebro asociada con el dolor se activa en los sujetos que observan a alguien que sufre. También sufren cuando ven el sufrimiento de otro. Más precisamente, dos áreas del cerebro, la ínsula y el córtex cingulado anterior, se activan intensamente durante esa reacción empática, y su actividad se correlaciona con una experiencia afectiva negativa del dolor.
Las diferencias que se han comprobado ahora con individuos llevando a cabo meditación sobre el amor altruista y la compasión mientras su cerebro era monitorizado mediante un escáner de resonancia magnética, es que las redes cerebrales activadas son muy diferentes. En particular, la red ligada a las emociones negativas y la angustia no se activa durante la meditación sobre la compasión, mientras que ciertas áreas cerebrales tradicionalmente asociadas con emociones positivas, con el sentimiento de conexión y el amor maternal, por ejemplo, sí que se activaban.
De aquí ha surgido la noción de explorar estas diferencias con el fin de distinguir más claramente entre la resonancia empática con el dolor de otro y la compasión experimentada por ese sufrimiento. Se sabe que la resonancia empática con el dolor puede conducir, cuando se repite muchas veces, al agotamiento emocional y la angustia. Ese es el agotamiento que a menudo experimentan enfermeras, médicos y personal hospitalario al estar constantemente en contacto con pacientes con gran sufrimiento. Afecta asimismo a las personas que se desploman emocionalmente cuando la preocupación, el estrés o la presión a la que se tienen que enfrentar en su vida profesional les afecta tanto que se vuelven incapaces de continuar con sus actividades. Este burn out afecta a las personas que se enfrentan diariamente con los sufrimientos de los demás, especialmente en trabajadores de la salud y trabajadores sociales. En Estados Unidos, un estudio ha demostrado que el 60% de la profesión médica sufre o ha sufrido de burn out y un tercio se ha visto afectado hasta el punto de tener que interrumpir temporalmente sus actividades.
Gracias a estos experimentos, se ha podido medir científicamente lo que los budistas saben desde hace muchos siglos, que la compasión y el amor altruista están asociados con emociones positivas. El agotamiento emocional se debe en realidad a una especie de “fatiga de empatía” y no a una “fatiga de compasión”. De hecho, la compasión lejos de conducir a la angustia y al desánimo, refuerza nuestra fuerza mental, nuestro equilibrio interior, y nuestra valiente y amorosa determinación de ayudar a los que sufren. Fundamentalmente, en esencia, el amor incondicional y la compasión no agotan, no nos cansan ni desgastan, sino que por el contrario nos infunden la energía y fuerza necesaria para intentar, en nuestra medida, seguir aliviando el sufrimiento de este mundo.
**Nuestro agradecimiento a Matthieu Ricard por haber hecho públicos estos descubrimientos.
Autora: Mónica Esgueva
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